Bebió de un trago media cerveza y miró de nuevo a la mesa
donde ella estaba hacía un momento. Aún quedaba la marca de sus labios en el
vaso y ese olor, que teñía la atmósfera de un bar cualquiera.
Volvió al día siguiente, a la misma hora, y esperó paciente
que volviese a entrar, a pedir su refresco de medio día, a reír mientras leía
ese libro (“tengo que averiguar cuál es”, pensó) y a volver a salir, dejando el
ambiente enrarecido y su corazón a punto de estallar.
Así llevaba casi una semana, viéndola entrar, fijándose en
cada detalle (acaso podría hacer, aunque quisiera, otra cosa), en cada hoyuelo
de sus mejillas al sonreír, en la forma de coger el vaso, distraída mientras
pasaba a la página siguiente, dar un sorbo corto y volver a dejarlo en la mesa,
en cómo de vez en cuando levantaba la mirada y echaba un vistazo a la barra del
bar (habría jurado que hasta lo veía) antes de volver a fijar sus grandes ojos
negros en su libro, en cómo al terminar de beber pedía la cuenta con un leve
gesto de su muñeca y ponía la cantidad exacta encima de la mesa antes de
levantarse y volver a abandonarlo sin siquiera saber que existe.
Todos los días postergaba pronunciar las palabras que
reposaban entre sus dientes hasta la siguiente cerveza. Esa siguiente cerveza
que siempre pedía demasiado tarde. Todos los días pensaba que mañana no
esperaría tanto. Y mañana llegaba pero él bebía de un trago media cerveza y
miraba de nuevo a la mesa donde ella estaba hacía un momento.